Hace unos años tuve la oportunidad de asistir a una conferencia en Londres sobre el origen de la lengua inglesa, con su laberíntico viaje de 25 siglos desde las lenguas celtas originales de las islas, pasando por el latín de los romanos, el danés de los vikingos y el francés normando, hasta llegar a convertirse en el idioma hegemónico del siglo XX.
El profesor que dictaba la charla culminaba con orgullo mostrando el mapamundi, deteniéndose en Estados Unidos como el lugar donde el inglés se hizo universal, y comparándolo con Europa. “Aquí tenemos cuatro millones y medio de kilómetros cuadrados —decía—, con más de 72 lenguas distintas, muchas formas de gobierno y al menos 15 culturas muy diferentes. Allá son nueve millones de kilómetros con una sola lengua, un solo Estado, una sola cultura. Esa es la herencia inglesa”.
No pude evitar pegarle una mirada al mapa gringo y luego de forma mecánica bajar los ojos hacia esta América Latina nuestra para comprobar con vergüenza que abajo del Río Grande éramos una única lengua (sin tener en cuenta el portugués y algunos reductos marginales de otros lenguajes), una sola cultura y 19 repúblicas, algunas más serias que otras, algunas más bananeras que otras, pero todas tercermundistas, pobres y azarosas.
Hace 200 años casi todas estas naciones, que entre otras cosas hablan un castellano idéntico en un 95% (el dato es de la RAE, no mío), decidieron romper con la metrópoli española y hacer toldo aparte, varios toldos aparte, demasiados toldos y muy aparte. Eso es lo que celebramos por estos días: la independencia, pero también el recordatorio triste de cómo perdimos la oportunidad histórica de ser una sola patria grande, una nación en dos hemisferios, de casi 12 millones de kilómetros cuadrados, con 30 mil kilómetros de costas sobre el Atlántico y Pacífico.
No bien idos los españoles, el sueño de Simón Bolívar de un solo territorio en las viejas colonias españolas comenzó a diluirse muy rápido. En 1826, con la reunión del Congreso Anfictiónico en Panamá quedó claro que se trataba del sueño de un iluso. A esa cita acudieron México, la Gran Colombia (Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá), el Perú, Bolivia y las provincias confederadas de América Central (Guatemala, Honduras, Nicaragua, Salvador y Costa Rica). En casi un mes de deliberaciones acordaron constituir una asamblea legislativa supranacional y un pacto mutuo de defensa con ejércitos compartidos. A la postre, el único Parlamento que ratificó todo eso fue el grancolombiano. El intento anfictiónico fue entonces un triste canto a la bandera y la fecha a partir de la cual comenzó la diáspora que nos separó para siempre. Así, en menos de cuatro años, la Gran Colombia se reventó en tres partes, y para 1839 los centroamericanos ya eran cinco republiquetas, que no atendieron el llamado angustiado de Bolívar hasta antes de morir de que separadas iban a ser unos bocados muy fáciles para la gran nación del norte.
De sur a norte se repitió la misma historia, y terminaron conformándose unas naciones endebles, a la medida de los intereses inmediatos y enanos de unas élites locales no dispuestas a ceder poderes y privilegios en aras de un gran proyecto común. Y comenzamos a construir unas nacionalidades inciertas (que siguen siendo inciertas porque se basan en dichos, en atuendos y en recetas gastronómicas), a dar vida a países artificiales como Uruguay o Bolivia (este último, extraño invento del propio Bolívar, en demostración de que todos sufrimos contradicciones fundamentales), y a pelear como fieras entre nosotros mismos. Es un poco triste que para Chile sea fiesta nacional haber invadido Lima, derrotado al Perú y dejado sin mar a Bolivia; o que nadie recuerde con vergüenza que Paraguay estuvo a punto de extinguirse cuando los gigantones Argentina y Brasil, unidos al Uruguay, le hicieron una guerra que dejó vivos a solo 400 mil paraguayos del millón doscientos mil que existían antes de arrancar la lucha.
¿Era muy difícil edificar una nación y mantenerla unida con esas magnitudes colosales? ¿Era imposible lograr un proyecto de unidad económica, militar y política y construir una sola ciudadanía? Personalmente, no creo que fuera una utopía porque el sustrato fundamental estaba dado: la cultura era idéntica (con todos los matices nacionales que se le quieran anexar para defender que somos diferentes), la conformación étnica era heterogénea pero tamizada por un mestizaje muy mayoritario y, de todos modos, con una escala valorativa y una visión del mundo compartida por todos (religión, familia, pensamiento mágico), y la lengua, ese instrumento inequívoco y potente de integración, era la misma.
Estados Unidos hace 200 años era una nación más pequeña que la Colombia de hoy. En menos de un siglo, sacaron a los españoles de Florida, a los franceses de Luisiana; compraron Alaska a los rusos, colonizaron más de tres millones de kilómetros baldíos hacia el oeste y despojaron a México de la mitad de su territorio. Incluso mantuvieron su unidad por la fuerza cuando el sur atrasado y agrario se negó a seguirle el paso al reformismo del norte, moderno e industrial. Así formaron esa nación de nueve millones de kilómetros cuadrados, rica, exitosa, que impuso el inglés como lengua universal.
¿Qué tuvieron ellos que no tuvimos nosotros? Quizá muchas cosas, pero fundamentalmente una: un profundo concepto de lo público que produjo una clase dirigente con un proyecto de país claro, grande, muy ambicioso, en el cual todo se supeditaba al crecimiento y fortaleza de ese proyecto, y las individualidades y los intereses privados se subordinaban a él sin restarle vigor. A veces cínico, a veces arbitrario, a menudo execrable hacia afuera, pero claro y sólido en su lógica de unos objetivos y unos beneficios hacia adentro.
El sueño de Simón Bolívar se esfumó del todo en nuestro caso y quizá ya nunca sea posible, aunque la lógica nos siga diciendo que somos iguales y que por más que queramos ser distintos no lo logramos. Y digo que tal vez nunca sea posible porque doscientos años después de la diáspora latinoamericana, de estos 19 estados convencidos de que su himno es el más bello después de La Marsellesa, y de que sus mujeres son las más hermosas, es evidente que muchos (la mayoría) ni siquiera han logrado construir su proyecto particular de nación; ¿qué será pues de un proyecto continental? Paralelo a ello, las dirigencias han cambiado muy poco en dos siglos, y el sentido de lo público se obstina en no florecer en estas tierras del trópico y del subtrópico. La integración es hoy por hoy una sumatoria de proyectos nacionales fallidos o tambaleantes; un club de pobres.
En fin, mientras tanto seguimos celebrando cada uno en su estaca estos doscientos años perdidos.
(*) Periodista y escritor colombiano
No hay comentarios:
Publicar un comentario