martes, 1 de febrero de 2011

¿Por qué he de comer ese anzuelo?

¿Por qué he de comer ese anzuelo?

Al leer las noticias y publicaciones sobre el tema de la semana: Pintan la fachada del Museo de la Nación, visto en redes sociales en internet, opino lo siguiente:

La presencia del arquitecto en nuestro país es nula, en cuanto a temas de diseño, proyectos y propuestas (y los pocos esfuerzos no tienen frutos). Menos en el ámbito académico, publicaciones e investigación, con poca apertura, recelo y mezquindad. Cuántas facultades de arquitectura existen en nuestro país? más de veinte?

Considero que se debe de respetar el estilo llamado brutalismo, y de toda arquitectura, de toda expresión plástica del espacio, del habitar; siempre y cuando eleve la calidad de vida, la integridad del lugar, de los habitantes, quienes conscientes del daño, denuncian la agresión y la protegen con verdad, ética y estética. Pero no acurre esto en el cuestionado tema del Museo de la Nación y otros edificios. El problema de fondo no es la fachada, ni el interior, ni el tema de la forma y la función y cual es primero, etc.; sino la manera que se ha abordado el tema, con rotundo éxito de difusión, pero con poca reflexión y de la magnitud que tiene frente a la coyuntura política que atraviesa el país, en meses previos a las elecciones del nuevo gobernante.

En todo caso, si el propósito es salvaguardar la memoria colectiva, la forma arquitectónica, la historia, la cultura, etc., entonces por qué no se denunció la renovación de las Unidades Escolares por parte de este mismo Gobierno? Con la transformación de los edificios de las UE se enterró la historia, arquitectura característica de un periodo de gobierno que expresó una identidad colectiva a través de edificios públicos y colectivos. Desde cuando los novísimos defensores de la integridad urbanística de nuestra ciudad han dado muestra de su preocupación por la conservación de edificios emblemáticos. Lo hicieron con las Grandes Unidades Escolares? Lo hicieron con esa poda de árboles que ocasionó el metropolitano? Más aún, lo hicieron con el remedo de reconstrucción de Pisco? No, no se ha hecho nada. Y solo ahora se presentan en medios y redes sociales apelando a su papel de "defensores de la integridad urbana de Lima", solo ahora cuando a uno de su grupúsculo se ve afectado.

Alguien ha notado la proximidad del Teatro Nacional al Museo de la Nación y la repercusión que esto tendrá cuando funcione todo el complejo, considerando al nuevo ministerio que se construye hacia el otro vértice? Han notado lo alienados que somos y preferimos exportar tipos de edificios de revistas? Edificios que gustan ver y gustan copiar.

Con esta opinión, fundado en la protección de la integridad del ciudadano, del arquitecto, del sentido común, de la protección de la ética, la estética, el orden, la reflexión y la verdad; no he de comer el anzuelo de participar en la denuncia del pintado de la fachada del Museo de la Nación, por no estar orientado a los principios expuestos y menos por estar relacionado a la coyuntura política y del maquillaje de nuestra sociedad.

Un día de febrero de año 2011

Sobre el Pacífico corren fuertes vientos a catorce kilómetros por hora. El cielo de la ciudad es gris y nublado, con brotes de brillo solar hacia el sur sureste. Los pronósticos indican cielo nublado variando a cielo nublado con brillo solar. Las precipitaciones de partículas acuosas, líquidas y amorfas, caen y alcanzan el suelo en distintas partes de la ciudad. La temperatura del mar se mantiene bajo dos grados de lo normal, propiciando cielo cubierto por la mañana. Cúmulos y estratocúmulos cubren el litoral dando forma llana y horizontal a la base, mientras que su parte superior se desarrolla sin uniformidad, presentando cúpulas, promontorios y picachos que recuerdan a la “montaña de algodón”. Estos cambios dan lugar al equilibrio termodinámico. La temperatura oscila entre dieciocho y diecinueve grados, con tendencia a subir durante la mañana y superar los treinta grados en la tarde. Las dos arterias más importantes de la ciudad concentran mediano y alto tránsito. En el eje norte sur, corredor segregado de alta capacidad, se mantiene controlado hasta el centro de la ciudad.

Es decir, y en pocas palabras, todo esto para describir la simple realidad y esquivando la habitual cursilería, es un hermoso día de febrero del año 2011.

Wilder Gómez Taipe

(Recordando a El Hombre sin atributos de R. Musil y al amigo que me presentó esta obra, José Malsio)

sábado, 31 de julio de 2010

Megaminería destruye el medio ambiente

Revelador video prohibido por la TV en Argentina, nos alerta sobre las alteraciones del medio ambiente a causa de la explotación de uranio y por la megaminería a cielo abierto.

Enlace del video:



domingo, 18 de julio de 2010

"Un par de siglos perdidos"

Éste interesante articulo de Sergio Ocampo Madrid nos lleva a la reflexión en este año de los bicentenarios para muchas repúblicas americanas. Hasta ahora no he leído un artículo tan acertado y claro como éste, luego de hacer hincapié la desmembrada situación social, política y cultural de las repúblicas latinoamericanas. Luego de comparar históricamente el nacimiento de los estados emancipados, tanto de España como de Inglaterra en América, deslumbra la desunión actual de los estados americanos hispanohablantes. Les dejo con el artículo publicado hoy en El Comercio de Lima.

Por: Sergio Ocampo Madrid*
Publicado en El Comercio, Domingo 18 de Julio del 2010

Hace unos años tuve la oportunidad de asistir a una conferencia en Londres sobre el origen de la lengua inglesa, con su laberíntico viaje de 25 siglos desde las lenguas celtas originales de las islas, pasando por el latín de los romanos, el danés de los vikingos y el francés normando, hasta llegar a convertirse en el idioma hegemónico del siglo XX.

El profesor que dictaba la charla culminaba con orgullo mostrando el mapamundi, deteniéndose en Estados Unidos como el lugar donde el inglés se hizo universal, y comparándolo con Europa. “Aquí tenemos cuatro millones y medio de kilómetros cuadrados —decía—, con más de 72 lenguas distintas, muchas formas de gobierno y al menos 15 culturas muy diferentes. Allá son nueve millones de kilómetros con una sola lengua, un solo Estado, una sola cultura. Esa es la herencia inglesa”.

No pude evitar pegarle una mirada al mapa gringo y luego de forma mecánica bajar los ojos hacia esta América Latina nuestra para comprobar con vergüenza que abajo del Río Grande éramos una única lengua (sin tener en cuenta el portugués y algunos reductos marginales de otros lenguajes), una sola cultura y 19 repúblicas, algunas más serias que otras, algunas más bananeras que otras, pero todas tercermundistas, pobres y azarosas.

Hace 200 años casi todas estas naciones, que entre otras cosas hablan un castellano idéntico en un 95% (el dato es de la RAE, no mío), decidieron romper con la metrópoli española y hacer toldo aparte, varios toldos aparte, demasiados toldos y muy aparte. Eso es lo que celebramos por estos días: la independencia, pero también el recordatorio triste de cómo perdimos la oportunidad histórica de ser una sola patria grande, una nación en dos hemisferios, de casi 12 millones de kilómetros cuadrados, con 30 mil kilómetros de costas sobre el Atlántico y Pacífico.

No bien idos los españoles, el sueño de Simón Bolívar de un solo territorio en las viejas colonias españolas comenzó a diluirse muy rápido. En 1826, con la reunión del Congreso Anfictiónico en Panamá quedó claro que se trataba del sueño de un iluso. A esa cita acudieron México, la Gran Colombia (Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá), el Perú, Bolivia y las provincias confederadas de América Central (Guatemala, Honduras, Nicaragua, Salvador y Costa Rica). En casi un mes de deliberaciones acordaron constituir una asamblea legislativa supranacional y un pacto mutuo de defensa con ejércitos compartidos. A la postre, el único Parlamento que ratificó todo eso fue el grancolombiano. El intento anfictiónico fue entonces un triste canto a la bandera y la fecha a partir de la cual comenzó la diáspora que nos separó para siempre. Así, en menos de cuatro años, la Gran Colombia se reventó en tres partes, y para 1839 los centroamericanos ya eran cinco republiquetas, que no atendieron el llamado angustiado de Bolívar hasta antes de morir de que separadas iban a ser unos bocados muy fáciles para la gran nación del norte.

De sur a norte se repitió la misma historia, y terminaron conformándose unas naciones endebles, a la medida de los intereses inmediatos y enanos de unas élites locales no dispuestas a ceder poderes y privilegios en aras de un gran proyecto común. Y comenzamos a construir unas nacionalidades inciertas (que siguen siendo inciertas porque se basan en dichos, en atuendos y en recetas gastronómicas), a dar vida a países artificiales como Uruguay o Bolivia (este último, extraño invento del propio Bolívar, en demostración de que todos sufrimos contradicciones fundamentales), y a pelear como fieras entre nosotros mismos. Es un poco triste que para Chile sea fiesta nacional haber invadido Lima, derrotado al Perú y dejado sin mar a Bolivia; o que nadie recuerde con vergüenza que Paraguay estuvo a punto de extinguirse cuando los gigantones Argentina y Brasil, unidos al Uruguay, le hicieron una guerra que dejó vivos a solo 400 mil paraguayos del millón doscientos mil que existían antes de arrancar la lucha.

¿Era muy difícil edificar una nación y mantenerla unida con esas magnitudes colosales? ¿Era imposible lograr un proyecto de unidad económica, militar y política y construir una sola ciudadanía? Personalmente, no creo que fuera una utopía porque el sustrato fundamental estaba dado: la cultura era idéntica (con todos los matices nacionales que se le quieran anexar para defender que somos diferentes), la conformación étnica era heterogénea pero tamizada por un mestizaje muy mayoritario y, de todos modos, con una escala valorativa y una visión del mundo compartida por todos (religión, familia, pensamiento mágico), y la lengua, ese instrumento inequívoco y potente de integración, era la misma.

Estados Unidos hace 200 años era una nación más pequeña que la Colombia de hoy. En menos de un siglo, sacaron a los españoles de Florida, a los franceses de Luisiana; compraron Alaska a los rusos, colonizaron más de tres millones de kilómetros baldíos hacia el oeste y despojaron a México de la mitad de su territorio. Incluso mantuvieron su unidad por la fuerza cuando el sur atrasado y agrario se negó a seguirle el paso al reformismo del norte, moderno e industrial. Así formaron esa nación de nueve millones de kilómetros cuadrados, rica, exitosa, que impuso el inglés como lengua universal.

¿Qué tuvieron ellos que no tuvimos nosotros? Quizá muchas cosas, pero fundamentalmente una: un profundo concepto de lo público que produjo una clase dirigente con un proyecto de país claro, grande, muy ambicioso, en el cual todo se supeditaba al crecimiento y fortaleza de ese proyecto, y las individualidades y los intereses privados se subordinaban a él sin restarle vigor. A veces cínico, a veces arbitrario, a menudo execrable hacia afuera, pero claro y sólido en su lógica de unos objetivos y unos beneficios hacia adentro.

El sueño de Simón Bolívar se esfumó del todo en nuestro caso y quizá ya nunca sea posible, aunque la lógica nos siga diciendo que somos iguales y que por más que queramos ser distintos no lo logramos. Y digo que tal vez nunca sea posible porque doscientos años después de la diáspora latinoamericana, de estos 19 estados convencidos de que su himno es el más bello después de La Marsellesa, y de que sus mujeres son las más hermosas, es evidente que muchos (la mayoría) ni siquiera han logrado construir su proyecto particular de nación; ¿qué será pues de un proyecto continental? Paralelo a ello, las dirigencias han cambiado muy poco en dos siglos, y el sentido de lo público se obstina en no florecer en estas tierras del trópico y del subtrópico. La integración es hoy por hoy una sumatoria de proyectos nacionales fallidos o tambaleantes; un club de pobres.

En fin, mientras tanto seguimos celebrando cada uno en su estaca estos doscientos años perdidos.

(*) Periodista y escritor colombiano

domingo, 13 de diciembre de 2009

Quiero ser filósofo

Recordando el titulo de un libro del arquitecto Hector Velarde, Yo quiero ser filósofo, y luego también de escuchar en la clase de filosofía la Apología de Sócrates, me aventure a escribir una tarde en el aula de San Marcos las siguientes lineas que ahora comparto.

Ya faltaban tres o cuatro semanas para el fin de ciclo y llegó a mis manos el texto de Platón "Apología de Sócrates", y no era la primera vez que la leía, pero si la primera que la entendía. Años atrás leí El estado y me causó gran cambio, pero la Apología me causó mayor impresión.

Se trata de un libro básico e importante para el ser humano y define tres aspectos importantes por los que me atreví a pensar en ser filósofo:

-En el afán de buscar la verdad, determina la condición de uno mismo.
-Parte de una idea. Es decir prevalece la episteme sobre la doxa.
-Finalmente, el pensar se convierte en una condición también. El hecho de decir solo sé que nada se, determina la condición del filósofo.


domingo, 30 de agosto de 2009

¿Por qué he de coger ese anzuelo?

¿Por qué...? Es una interrogante de cuestionamiento a algo, como ya lo había planteado el filósofo francés René Descartes con su famosa frase: Cogito ergo sum. El qué, en este caso, nos permite preguntar, saber de algo. Es una invitación, también, a la reflexión: pensar antes de existir.


¿Por qué he de coger ese anzuelo? Esa es la pregunta que me hago cuando percibo un insesante bombardeo de obligaciones innecesarias en nuestra cotidianeidad llamada vida diaria.

Por citar un caso común, por qué he de ver todo lo que se muestra diariamente en nuestra vida diaria: cuando viajamos rumbo al trabajo, cuando nos dirigimos a hacer compras, etc. En esa ruta diaria, por qué he de ver todo lo que se muestra: imagenes comerciales, publicidad política (proselitismo incluido), bizarras iconografías, etc. Estos y otros más mecanismos de enganche con propósitos ocultos, donde no existe beneficio mancomunado, estan diseñados para captar nuestra vista, por ende, interesarnos en algo objetivo (oculto) y sumarnos a un inevitable decaimiento del ser: volvermos autómatas, imprecisos de elegir algo y discapacitados de salir del esquema planteado por otras personas (grupos).